Nostalgias de la comunidad

En La comunidad desobrada, Jean-Luc Nancy nos recuerda que, según la tradición teórica occidental, allí donde hay sociedad se ha perdido la comunidad. Quien dice sociedad ya dice pérdida o degradación de una intimidad comunitaria, de manera tal que la comunidad es aquello que la sociedad ha destruido. Es así como habría nacido el solitario, aquel que, en el interior de la sociedad, desearía ser ciudadano de una comunidad libre y soberana. Precisamente aquella comunidad que la sociedad arruinó. Rousseau, por ejemplo, habría sido el primer pensador de la comunidad en tener “conciencia de una ruptura (tal vez irreparable) de esa comunidad”. Rousseau fue seguido por los románticos, por Hegel… “Hasta nosotros –dice Nancy–, la historia habrá sido pensada sobre el trasfondo de [una] comunidad perdida; [una comunidad] a reencontrar o reconstituir”. La comunidad perdida o deshecha puede ejemplificarse de varias formas: como la familia natural, como la ciudad ateniense, como la república romana, como la primera comunidad cristiana, como las corporaciones, comunas o fraternidades… Siempre refiere a una era perdida en que la comunidad se tejía con lazos estrechos, armoniosos, y proporcionaba de sí misma, fuese por medio de instituciones, ritos o símbolos, una representación de unidad. “Distinta de la sociedad […] la comunidad no es sólo la comunicación íntima entre sus miembros, sino también la comunión orgánica de ella misma con su propia esencia”. Está constituida por el hecho de compartir una identidad, según el modelo de la familia y del amor.

El autor concluye que sería preciso desconfiar tanto de esta conciencia retrospectiva de la pérdida de la comunidad y de su identidad, como del ideal prospectivo que dicha nostalgia produce, y que acompañan a Occidente desde sus orígenes. En cada momento de su historia, Occidente se entrega a la nostalgia de una comunidad perdida, desaparecida, arcaica, y deplora la pérdida de una familiaridad, de una fraternidad, de una convivialidad. Lo curioso es que la verdadera conciencia de la pérdida de la comunidad es cristiana: la comunidad que añoran Rousseau, Schlegel, Hegel, Bakunin, Marx, Wagner o Mallarmé se piensa como comunión en el seno del cuerpo místico de Cristo. La comunidad sería el mito moderno de la participación del hombre en la vida divina. El ansia de comunidad sería una invención tardía que apunta a responder a la dura realidad de la experiencia moderna, de la cual la divinidad se retira infinitamente (como lo mostró Hölderlin). La muerte de Dios sería un modo de referirse a la muerte de la comunidad, y traería consigo esa promesa de resurrección posible en una inmanencia común entre el hombre y Dios. Toda la conciencia cristiana, moderna, humanista de la pérdida de la comunidad va en esa dirección.

LA COMUNIDAD NUNCA EXISTIÓ

A lo que Nancy responde, simplemente: La communauté n’a pas eu lieu. La comunidad nunca existió. Ni en los Aindios Guayaqui, ni en el espíritu de un pueblo hegeliano, ni en la cristiandad. “La Gesellschaft (sociedad) no vino, con el Estado, la industria, el capital, a disolver una Gemeinschaft (comunidad) anterior”. Sería más correcto decir que la “sociedad”, comprendida como asociación disociadora de las fuerzas, de las necesidades y de los signos, tomó el lugar de algo para lo que no tenemos ni nombre ni concepto, y que mantenía una comunicación mucho más amplia que la del lazo social (con los dioses, el cosmos, los animales, los muertos, los desconocidos) y, al mismo tiempo, una segmentación mucho más definida, con efectos más duros (de soledad, inasistencia, rechazo, etc.). “La sociedad no se construyó sobre la ruina de una comunidad. La comunidad, lejos de ser lo que la sociedad habría deshecho o perdido, es lo que nos acontece –interrogante, espera, acontecimiento, imperativo– a partir de la sociedad […] Nada se ha perdido, y por lo mismo, nada está perdido. Sólo nosotros estamos perdidos, nosotros, sobre quienes el ‘lazo social’ (las relaciones, la comunicación), nuestra invención, recae pesadamente…”.

O sea, la comunidad perdida no pasa de ser un fantasma. Aquello que supuestamente se perdió de la “comunidad”, aquella comunión, unidad, copertenencia, es esa pérdida que es precisamente constitutiva de la comunidad. En otros términos, y de la manera más paradójica, la comunidad sólo es pensable como negación de la fusión, de la homogeneidad, de la identidad consigo misma. La comunidad tiene por condición precisamente la heterogeneidad, la pluralidad, la distancia. De allí la condena categórica del deseo de fusión por comunión, pues siempre lleva a la muerte o el suicidio. El nazismo sería un ejemplo extremo. El deseo de fusión unitaria presupone la pureza unitaria, y puede llevar siempre más lejos las exclusiones sucesivas de aquellos que no responden a dicha pureza, hasta desembocar en el suicidio colectivo. Por cierto, por algún tiempo, el propio término “comunidad”, dado el secuestro de que fuera objeto por parte de los nazis y su elogio de la “comunidad del pueblo”, provocó un reflejo de hostilidad en la izquierda alemana. Tuvieron que pasar varios años antes de que el término fuese desvinculado del nazismo y reconectado con la palabra comunismo. En todo caso, la inmolación, a través o en nombre de la comunidad, hacía que la muerte fuera reabsorbida por aquélla, con lo que la muerte se llenaba de sentido, de valores, de fines, de historia. Es la negatividad reabsorbida (la muerte de todos y cada uno reabsorbida en la vida del Infinito). Pero la obra de muerte, insiste Nancy, no puede fundar una comunidad. Muy por el contrario: es únicamente la imposibilidad de hacer obra de la muerte lo que podría fundar la comunidad.

Al deseo de fusión, que de la muerte hace obra, se contrapone otra visión de comunidad, a contramano de toda nostalgia, de toda metafísica de comunión. Según el autor, aún no ha surgido semejante figura de comunidad. Tal vez esto quiera decir que lentamente aprendemos que no se trata de modelar una esencia comunitaria, sino de pensar la insistente e insólita exigencia de comunidad, más allá de los totalitarismos que se insinúan por todos lados, de los proyectos técnico-económicos que sustituyeron a los proyectos comunitarios-comunistas-humanistas. En este sentido, la exigencia de comunidad nos sería todavía desconocida. Es una tarea, aún si conlleva las inquietudes pueriles –a veces confusas– de las ideologías de la comunión o la convivialidad. ¿Por qué esta exigencia de comunidad nos sería desconocida? Porque la comunidad, a contramano del sueño de fusión, está hecha de interrupción, fragmentación, suspenso, está hecha de seres singulares y sus encuentros. De ahí que la propia idea de lazo social que se insinúa en la reflexión sobre la comunidad sea artificiosa, pues elude precisamente ese entre. Comunidad como el hecho de compartir una separación dada por la singularidad.

Llegamos así a una idea curiosa. Si la comunidad es lo opuesto de la sociedad, no lo es por ser el espacio de una intimidad que la sociedad destruyó, sino, casi al contrario, por ser el espacio de una distancia que la sociedad, en su movimiento de totalización, no para de conjurar. En otras palabras, y como dice Blanchot en su libro La comunidad inconfesable, en la comunidad ya no se trata de una relación de lo Mismo con lo Mismo, sino de una relación en la que interviene lo Otro, y éste es siempre irreductible, siempre asimétrico. De hecho, introduce la asimetría. Por un lado, entonces, el infinito de la alteridad encarnada por el Otro devasta la integridad del sujeto, desmoronando su identidad centrada y aislada, abriéndolo a una exterioridad irrevocable, en un no acabado constitutivo. Por otro lado, esa asimetría impide que todos y cada uno sean reabsorbidos en una totalidad que constituiría una individualidad ampliada. Como suele suceder cuando, por ejemplo, los monjes se despojan de todo para formar parte de una comunidad, pero a partir de ese despojamiento pasan a ser poseedores de todo, igual que en el kibutz o en las formas reales o utópicas de comunismo. En contrapartida, está eso que ya difícilmente nos atrevamos a llamar comunidad, pues no es una comunidad de iguales, y que sería más bien una ausencia de comunidad, en el sentido de que es una ausencia de reciprocidad, de fusión, de unidad, de comunión, de posesión. Esta comunidad negativa –como la llamó Georges Bataille–, comunidad de los que no tienen comunidad, asume la imposibilidad de su coincidencia consigo misma, pues está fundada, como diría él, sobre el absoluto de la separación que necesita afirmarse para romperse, hasta convertirse en relación. Relación paradójica, insensata. Insensatez que consiste en un rechazo que tal vez Bartleby dramatice de la forma más extrema: el rechazo de hacer obra. Es allí donde la comunidad sirve para… nada. Es allí, tal vez, donde la comunidad comienza a hacerse soberana. Atrevámonos a llevar este pensamiento a su extremo, con todo el riesgo que ello comporta, puesto que no se trata aquí de transmitir una doctrina, sino de experimentar un haz de ideas.

 

PETER PÁL PELBART

“LA VIDA EN COMÚN” | EXTRACTOS DE LA FILOSOFÍA DE LA DESERCIÓN
NIHILISMO, LOCURA Y COMUNIDAD

Un comentario en “Nostalgias de la comunidad

  1. Pienso que depende como uno defina «sociedad» o «comunidad». Si uno observa las «sociedades» libertarias como muchas d las tribales o campesinas, uno verá que las relaciones de comunidad son reservadas a situaciones utilitarias y practicas, pero no es que sea una «politica» x la razón d que es el hecho que sus relaciones sociales son unas que NO son politicas y ese comunismo informal que existe es a la misma vez balanceado x un respeto por la individualidad de todos los miembros d la sociedad. En las tribus de los Yanomani x ejemplo, la vieja de 80 años tiene la misma voz que el nene d 9 años y pienso que eso es el resultado d que viven vidas libertarias y que como individuos tienen valores libertarios.

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